9 de julio de 2020
Después de la entrevista que me hizo Diana en La Magia de los Libros me quedé con una sensación de gozo… y de vacío. Una hora no bastará nunca para hablar de Edgar Allan Poe.
Al cortar el video, me levanté de la silla y fui sin dudas por una bebida para celebrar el gran momento de haber sido invitado a platicar de uno y mil temas apasionantes. En la soledad de mi casa, sin un solo eco que me hiciera compañía, me senté en un viejo sillón cuya madera se quejó tristemente al recibir mi humanidad. Me sentí seguro con mi vaso old fashioned en la mano y la botella de escocés en la mesa, retándome. Como siempre. Viendo hacia la nada y bebiendo hacia la nada de mi ser. El licor iba desapareciendo en diminutos tragos. Pero de reojo podía ver que la tarde comenzaba a hacerse gris, como si la noche quisiera llegar antes. Y caí en un profundo sopor.
…
De pronto, un sobresalto me hizo brincar del sillón y en la penumbra de mi casa apenas pude calcular mis movimientos para buscar la puerta y salir a caminar un poco para despejar mis densos pensamientos.
De verdad, era una noche oscura, y a pesar de estar en plena transición al verano, hacía frío, soplaban lejanos vientos de una lluvia recién caída en la distancia, no sé dónde. Caminé sin rumbo. Después de un buen rato, decir que caminé sería una presunción. Me arrastraba, presa del cansancio y del peso de la angustia. En algún callejón había un bullicio de roedores que corrían de un depósito de basura hacia su guarida en las cloacas pestilentes, siempre húmedas. Un vago estaba silbando una deprimente tonada de guerra.
Mi andar era doloroso. En un momento me detuve. Miré hacia arriba. El cielo tenía tonalidades azules, violetas y rojizas. ¿Qué hora es? ¿Amanece? ¿O está anocheciendo? La vergüenza de no saber siquiera qué hora era me hizo darme un manotazo en la frente. Noté un sudor frío.
Seguí un poco mi triste andanza cuando, pasando frente a una tasca, escuché que adentro alguien gritaba “Insensato… ¡insensato!”. Acudí al llamado.
Claro que no era a mí a quien iba dirigido el improperio. Pude ver a un individuo con un traje luido y el aspecto de alguien a quien le acaba de pasar encima un ferrocarril. Un cabello rizado, pero enmarañado, un bigote espeso… y una mirada anhelante y profunda, una mirada que, como la mía, veía hacia la nada. Una vulgar mesa de madera constituía el altar de una botella de un vino corriente, casi vacía, un vaso derrumbado y una vela que poco a poco moría en la noche.
Me acerqué al individuo. En voz baja seguía repitiendo la palabra “insensato”. Y lo reconocí. Con una voz engolada, prácticamente gutural por mi falta de costumbre de dirigirme al género humano, dije “Señor Allan, ¿qué le ocurre?”.
Fue siniestro ese silencio con el que se hizo evidente que lo había interrumpido. Fue siniestro porque subió hacia mí su mirada vacía, atolondrada, desgobernada, casi agonizante de tristeza y de dolor. La nostalgia estaba por derramarse a sus mejillas. Estaba siendo devorado por un recuerdo que lo atormentaba hace tiempo, la muerte de su amada. Un cuerpo insepulto que después de haber estado en una mazmorra salió de su letargo y se dirigió al camposanto, bamboleante, débil, hasta que cayó postrada para no levantarse jamás y terminar como alimento del gusano.
Pedí un vaso. Repartí el último suspiro de aquella botella de vino barato para mi amigo y para mí. Puse mi mano sobre su hombro. Y al mismo tiempo vaciamos el contenido. Y al mismo tiempo, un helado soplo apagó nuestra candela.